segunda-feira, 16 de abril de 2012

Prêmio Nobel de Literatura pede fim da homofobia na América Latina, leia o texto

FONTE: REVISTA LADO A



Em artigo publicado no domingo retrasado, logo após a morte do jovem chileno Daniel Zamudio, vítima de um ataque homofóbico e tortura, ocorrida no dia 03, o autor Mario Vargas Llosa, prêmio Nobel de Literatura em 2010, defendeu o fim da homofobia na América Latina. Em um texto educativo, ele descreve como a homofobia ganha força e se espalha na sociedade latino americana, sem exceção. Como ela faz parte de nossas vidas e como suas garras atingem toda a sociedade de forma cruel e hipócrita.

“Que o sacrifício de Daniel Zamudio sirva para trazer à tona as condições trágicas de gays, lésbicas e transexuais nos países latino-americanos”, afirmou o autor peruano na sua coluna Touchstone, jornal espanhol “El Pais”, no último dia 8. O texto “A Caça do Gay” foi republicado em diversos sites e outros periódicos, no Brasil, o Estadão o publicou neste fim de semana. A tradução ganhou o nome de “A homofobia é coisa nossa”.

Abaixo, publicamos o texto original e a tradução do Estadão (de Terezinha Martino):


La Caza del Gay

La noche del tres de marzo pasado, cuatro “neonazis” chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core, encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.

Durante unas seis horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al maricón, a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.

Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino sudamericana, y se han multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara la dación de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde hace unos siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio homosexual.
Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la opinión pública.

Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y nefandas.

Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes. El gay es, siempre, “el otro”, el que nos niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo inocente.

En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.

Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010 en el Perú fueron asesinadas 249 personas por su “orientación sexual e identidad de género”, es decir una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien cinco “machos” le desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un travesti y los médicos de un hospital a atenderla por considerarla “un foco infeccioso” que podía transmitirse al entorno.

Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, al miedo, la conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo. Tener que vivir en la disimulación, con el temor permanente de ser descubierto y estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran reformadores y progresistas.
Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo hizo la Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).

Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia —las dos caras de una misma moneda— será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.

Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que a aquél —como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo— son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del “otro”, del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la humanidad.

Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.
No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.



A homofobia é coisa nossa

Na noite de 3 de março, quatro neonazistas chilenos, liderados por um valentão chamado Pato Core, encontraram caído nas cercanias do Parque Borja, em Santiago, o jovem Daniel Zamudio, ativista homossexual de 24 anos que trabalhava como vendedor numa loja de roupas. Durante seis horas, enquanto bebiam e pilheriavam, os quatro se dedicaram a dar pontapés e socos no jovem homossexual, golpeá-lo com pedras e marcar suásticas no seu peito e costas com o gargalo de uma garrafa. Ao amanhecer, ele foi levado a um hospital, onde agonizou por 25 dias antes de morrer em decorrência dos traumatismos.

O crime causou uma vivo impacto na opinião pública chilena e sul-americana. Multiplicaram-se as condenações à discriminação e ao ódio contra as minorias sexuais, profundamente enraizados em toda América Latina. O presidente do Chile, Sebastián Piñera, exigiu pena exemplar e pediu que se acelere a aprovação de um projeto de lei contra a discriminação, que vegeta no Parlamento chileno há sete anos, parado nas comissões por temor dos parlamentares conservadores de que a lei, se aprovada, abra caminho para o casamento entre gays.

Esperemos que a imolação de Daniel Zamudio sirva para trazer à luz a trágica condição dos homossexuais, lésbicas e transexuais nos países latino-americanos onde, sem uma única exceção, são objeto de escárnio, repressão, marginalizados, perseguidos e alvo de campanhas de descrédito que, no geral, contam com o apoio declarado e entusiasmado da maioria da opinião pública.

Nesse caso, o mais fácil e mais hipócrita é atribuir a morte do jovem apenas a quatro canalhas pobres diabos que se denominam neonazistas e, provavelmente, nem sabem o que é isso. Eles não são mais do que a guarda avançada mais crua de uma cultura antiga que apresenta o gay ou a lésbica como pessoas doentes ou depravadas que devem ser mantidas à distância dos seres normais, pois corrompem o corpo social saudável, induzindo-o a pecar e a se desintegrar moral e fisicamente em práticas perversas e nefandas.

Esta noção do homossexualismo é ensinada nas escolas, difundida no seio das famílias, pregada nos púlpitos, divulgada pelos meios de comunicação, aparece nos discursos de políticos, nos programas de rádio e televisão e nas comédias teatrais onde os homossexuais são sempre personagens grotescos, anômalos, ridículos e perigosos, merecedores do desprezo e da rejeição dos seres decentes, normais e comuns. O gay é sempre "o outro", o que nos constrange, assusta e fascina ao mesmo tempo, como o olhar da cobra assassina para o passarinho inocente.

Num tal contexto, o surpreendente não é que se cometam atos abomináveis como o sacrifício de Zamudio, mas o fato de que sejam tão pouco frequentes, ou talvez seja mais correto dizer tão pouco conhecidos, pois os crimes provocados pela homofobia que vêm a público são só uma pequena parte dos que realmente são praticados. Em muitos casos, as próprias famílias das vítimas preferem colocar um véu de silêncio sobre eles para evitar a desonra e a vergonha.

Tenho comigo, por exemplo, um relatório preparado pelo Movimento Homossexual de Lima, que me foi enviado pelo seu presidente, Giovanny Romero Infante. De acordo com uma pesquisa realizada entre 2006 e 2010, foram assassinadas no Peru 249 pessoas por "sua orientação sexual e identidade de gênero", ou seja, uma a cada semana. Entre os casos mais horripilantes está o de Yefri Peña, que teve o rosto e o corpo desfigurado com um pedaço de vidro por cinco "machões", os policiais se negaram a socorrê-la por ser travesti e os médicos de um hospital não quiseram atendê-la por considerá-la um "foco infeccioso" que se poderia transmitir aos que estavam em torno.

Os casos extremos são atrozes, mas o mais terrível para uma lésbica, gay ou transexual em países como Peru ou Chile não são casos mais excepcionais como esse, mas é a sua vida quotidiana condenada à insegurança, ao medo, a percepção constante de ser considerado perverso, anormal, um monstro.

Ter de viver na dissimulação, com o temor constante de ser descoberto e estigmatizado pelos pais, parentes, amigos e todo um círculo social preconceituoso que ataca furiosamente o gay como se ele tivesse uma doença contagiosa. Quantos jovens atormentados por esta censura social foram levados ao suicídio ou sofreram traumas que arruinaram suas vidas? Somente no círculo de amigos meus tenho conhecimento de muitos exemplos que não foram denunciados na imprensa nem apareceram nos programas sociais dos reformadores e progressistas.

Porque, no que se refere à homofobia, a esquerda e a direita confundem-se como uma única entidade devastada pelo preconceito e a estupidez. Não só a Igreja Católica e as seitas evangélicas repudiam o homossexual e opõem-se obstinadamente ao matrimônio de gays. Os dois movimentos subversivos que nos anos 80 iniciaram a rebelião armada para instalar o comunismo no Peru, o Sendero Luminoso e o MRTA - Movimento Revolucionário Tupac Amaru - executavam os homossexuais de maneira sistemática nos povoados que controlavam para libertar a sociedade de semelhante praga.

Libertar a América Latina dessa tara ancestral que são o machismo e a homofobia - as duas faces da mesma moeda - será demorado e difícil, e provavelmente o caminho até essa libertação estará repleto de muitas outras vítimas semelhantes ao desventurado Daniel Zamudio. O tema não é político, mas religioso e cultural. Fomos acostumados desde tempos imemoriais à ideia de que existe uma ortodoxia sexual da qual apenas os pervertidos, os loucos e enfermos se afastam e vimos transmitindo esse absurdo monstruoso para nossos filhos, netos e bisnetos, auxiliados pelos dogmas da religião, os códigos morais e os hábitos instaurados. Temos medo do sexo e nos custa aceitar que, neste incerto domínio, há opções e variantes que devam ser aceitas como manifestações da diversidade humana. Nesse aspecto da condição de homens e mulheres deve reinar a liberdade, permitindo que na vida sexual cada um escolha sua conduta e vocação sem outra limitação senão o respeito e a aquiescência do próximo.

Minorias começam a aceitar que uma lésbica ou um gay são pessoas tão normais como um heterossexual e, portanto, devem ter os mesmos direitos - como contrair matrimônio e adotar filhos -, mas ainda hesitam em lutar em favor das minorias sexuais porque sabem que, para vencer, é necessário mover montanhas, lutar contra um peso morto que nasce na rejeição primitiva do "outro", daquele que é diferente, pela cor de sua pele, seus hábitos, sua língua e suas crenças, que é a fonte que nutre as guerras, os genocídios e os holocaustos que enchem a história da humanidade de sangue e de cadáveres.

Sem dúvida, avançamos muito na luta contra o racismo, mas não o extirpamos totalmente. Hoje, pelo menos, sabemos que não se deve discriminar ninguém e é de mau gosto alguém se proclamar racista. Mas nada disso existe no que se refere a gays, lésbicas e transexuais. Quanto a eles, podemos desprezar e maltratar impunemente. Eles são a demonstração mais reveladora de quão distante boa parte do mundo ainda está da verdadeira civilização.

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